No me pregunten el argumento de esta pieza desolada. No sabría contestarles. No esperen que hoy les cuente una historia, con su planteamiento nudo y desenlace, tampoco descripciones físicas ni aquel típico qué gris era la ciudad. Memorias del Subsuelo es precisamente una anti-historia, con un anti-héroe a los que Dostoievski nos tiene acostumbrados.
Estas memorias son como un grito desde las profundidades del ser, un grito ahogado por la indiferencia del mundo, solitario -desde el polvoriento rincón de una triste habitación- e impotente ante un tiempo fugaz que avanza inmisericorde, ignorando su memoria, su grito, su palabra.
El protagonista se define a sí mismo como alguien ruin, la vileza en persona, resentido, antisocial, vanidoso -sobre todo vanidoso. Está enfermo del pesimismo finisecular que cubría las ciudades de esa neblina de incertidumbre, de falta de sentido vital, de desesperanza e individualismo.
Funcionario, sumido en las tediosas tareas del burócrata automático, tedio, esa es la palabra: un hombre aburrido de ser, que busca estímulos en pequeños tragos de maldad. Un hombre que no encuentra el sentido a su existencia se aburre mientras le salen canas, en el rincón de su habitación, pensando en cómo humillar al prójimo, para ser alguien aunque solo sea por un instante, para que alguien le dirija la vista o la palabra, por un instante.
A veces quiere meterse en peleas, desea fervientemente recibir una golpiza, que le sangre la cara. Dice que quiere pelear para restaurar su honor, tantas veces pisado por las botas de oficiales, cargos superiores e incluso personajes a los que él considera infames pelotas, cuerpos vacíos de sesera… pero en realidad quiere recibir un golpe en la mejilla partida que le recuerde que está vivo: que siente, que puede sangrar, quejarse de dolor, gritarle al mundo que existe y que el mundo escuche su palabra.
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